jueves, 22 de octubre de 2009

La libertad y la búsqueda de la felicidad













Que es ser liberal






Libertad es la piedra angular del liberalismo –que no en vano de ella toma el nombre-. Ahora bien, ¿qué es la libertad? No existe una respuesta fácil a esta pregunta, que ha ocupado a eminentes filósofos, y de hecho diferentes sistemas políticos han proclamado aplicarse a protegerla con resultados claramente divergentes. Unos y otros decían estar protegiendo la libertad “verdadera”. No nos interesa a estos efectos la discusión en el plano trascendente acerca de si el Hombre es o no verdaderamente libre. Quedémonos, pues, con la siguiente idea: Libertad puede ser tanto “posibilidad” como “no impedimento”. Puede parecer que ambas cosas son cara y cruz de una misma moneda, pero esto sólo es parcialmente cierto, especialmente cuando hablamos de un derecho a la Libertad.
En efecto, decir que tengo derecho a ser Libre, ¿significa que tengo derecho a que se me abran cursos adicionales de acción o, por el contrario, que no se me restrinjan los que efectivamente tengo? A la primera noción la denominaremos “libertad positiva”, en tanto que a la segunda la llamaremos “libertad negativa”. La segunda alternativa es la que propugnamos los liberales.

Obsérvese que en función de que Libertad se entienda en uno u otro sentido, el papel que se reserva al Estado cambia muy sustancialmente. En efecto, mientras que la libertad negativa sólo se protege, la libertad positiva se promueve. Muy a menudo, además, esa promoción de la libertad positiva es a costa de introducir, en última instancia, restricciones en la libertad de otros. En resumidas cuentas, la “libertad positiva” es un concepto indeseable porque suele terminar por dejar expedito el camino a intervenciones del poder político cuyo resultado es un menor nivel de libertad negativa.
Así pues, libertad es ausencia de restricciones. Ausencia de restricciones en la “búsqueda de la felicidad” o, en un lenguaje más actual, al desarrollo del plan de vida de cada uno conforme a sus propios intereses, valores y creencias.

Naturalmente, no es verdad que nuestra libertad sea totalmente irrestricta. Según es ya lugar común, nuestra libertad encuentra un freno en la libertad de los demás o, dicho de otro modo, hemos de ceder espacios de libertad debido a la circunstancia, absolutamente necesaria, de que hemos de vivir en sociedad. Tenemos que dejar, naturalmente, que los demás también se desarrollen, no por gracioso altruismo, sino porque nuestra propia existencia sólo es posible en su compañía.
Si la libertad es el valor supremo, se sigue que las restricciones a la misma han de venir presididas por el principio de intervención mínima. Dicho en un lenguaje económico, la renuncia a la libertad ha de ser la mínima imprescindible para poder obtener un beneficio que lo compense. Así, en un ejemplo muy sencillo, nos sometemos a la ordenación del tráfico para poder hacer efectivo nuestro derecho a la libertad de circulación –un derecho del haz que, efectivamente, comprende la Libertad-. Renunciamos a nuestro derecho de autodefensa a favor de un monopolio de la fuerza por parte del Estado en la medida en que, en promedio, esto termina resultando mejor para todos, y un largo etcétera.

La cuestión de la búsqueda de la felicidad o del propio estilo de vida es muy interesante, porque nos conduce al problema de la tolerancia, o de la convivencia de distintas morales privadas. Desde la perspectiva liberal –y debo este razonamiento, en particular, a John Gray- hemos de partir de que cada uno ordena su vida con arreglo a diferentes concepciones de “bien” (por tanto, con arreglo a distintos patrones éticos, que tendrán en común que todos hemos de llevar una “vida buena”, aunque esto puede significar distintas cosas). Muchas de esas concepciones del bien son entre sí inconmensurables o, dicho de otro modo, no hay manera de saber cuál es preferible. Dado que la Libertad implica el derecho de cada uno a vivir conforme entienda más correcto, ser tolerante con esas diferentes concepciones del bien es algo que encaja perfectamente con el liberalismo. Ahora bien, esto requiere dos matices de gran importancia:

Que existan múltiples concepciones aceptables de “vida buena” no excluye que existan concepciones no aceptables. Las morales privadas son perfectamente válidas en cuanto no contraríen los sencillos pero robustos límites mínimos de la moral pública. El liberalismo no es, ni mucho menos, relativista. No son aceptables –y por no aceptables no quiere decirse que no puedan ser defendidas, sino que, de convertirse en el patrón general darían lugar a una sociedad ilegítima (o injusta, si se prefiere)- las concepciones morales que no respetan la libertad de los demás. No es verdad que no haya morales superiores y morales inferiores (lo que no es óbice para que pueda afirmarse igualmente que no hay moral suprema).


Que estemos obligados a ser tolerantes implica que estamos facultados para exigir tolerancia. Una de las múltiples concepciones aceptables del bien puede ser, por supuesto, la nuestra propia. El liberalismo es, pues, compatible con diferentes éticas, a condición de que sean respetuosas con la idea nuclear de la Libertad. Y puede darse, por tanto, en sociedades con esquemas morales diferentes. Se puede ser, por tanto, liberal desde muy diversas convicciones y, por supuesto, defenderlas.


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